domingo, 12 de agosto de 2012


    Al fondo se vislumbraba la figura de una bella dama acercándose lentamente, cada paso al compás de las olas que morían en la orilla de la paradisíaca cala donde Gabri estaba tumbado a la solera crepuscular, intentando aprovechar los últimos rayos de sol, como si cada uno fuera el último, la ninfa no cesaba en su temporizado paso, que le acercaba cada vez más y permitía apreciar su silueta, marcada a contraluz, como un eclipse lunar,  su cabello voladizo unía los hombros con la cintura, digna de la mismísima emperatriz Sisí, poco más abajo, la curvatura cambiaba hacia fuera, dejando entrever el comienzo de sus largas y tersas piernas, éstas parecían desplazarse la una en frente de la otra, con cada golpe de mar, un paso, con cada golpe de mar, la silueta era más propia de una sirena, que de una mujer.

    Los nervios de Gabri estaban a flor de piel, aquella figura se acercaba cada vez más, no era una situación común en su vida, y eso le hacía mantenerse al borde de la taquicardia, la mujer estaba ya a escasos cinco o seis pasos, y ni los rayos de sol eran capaces de maquillar sus facciones, unos preciosos ojos verdes encarcelados en dos almendradas cárceles que hacen hervir la sangre, separados por una nariz que no era sino el principio de unos labios que Gabri no se atrevió a mirar por miedo a caer desmallado.

    Las siguientes cuatro olas, no se borrarán tan fácilmente de su memoria, pues no significaron más que el infinito preludio a la situación tan comprometida en la que Gabri se encontraba, a dos centímetros de su nariz, estaba la de ella, espectante, no había sido capaz de evitar sus labios, carnosos, poseedores de una perfecta sonrisa, que parecían esperar un movimiento por su parte, el corazón iba a salirse.

    Después de un eterno segundo, la distancia que separaba sus labios se había reducido a cero, pero no en dirección horizontal, sino que se había acercado a la oreja, un instante después, su templada, húmeda, larga, y suave lengua, después de bailar de derecha a izquierda de sus labios, se posó en el lóbulo. Sus ojos se cerraron porque el corazón pareció decidir que no era capaz de enviarle más sangre a los párpados...

[...]

    Y de repente lo que hace unos instantes era templado, húmedo, suave y largo, se convirtió en caliente, mojado, rugoso, y ancho, los lametazos eran incesantes, Gabri abrió los ojos, y como por arte de magia, todo el esfuerzo que su sistema circulatorio estaba haciendo por no explotar, se revertió a las extremidades, y éstas, le pusieron de pié en cuestión de instantes, sobresaltado, Gabri volvió a la realidad, y reconoció la figura, que no era otra, que Carmelita, la oveja más traviesa del rebaño, a la que éste mandó con un diestro varazo de vuelta con las demás.

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